San Valentín es rojo, tanto como la sangre.
Se dice que los orígenes de la festividad se remontan a la antigüedad. Más específicamente, al emperador Claudio II, que deseaba hombres sin esposas que dejar atrás, dispuestos a perder la vida como soldados. Prohibió el matrimonio de jóvenes para conseguir su objetivo, dando por hecho que su autoridad sería suficiente. Pero no lo fue: una persona hizo caso omiso. El sacerdote Valentín se opuso.
Se cree que casaba a quienes lo desearan en secreto, en la protección de unas mazmorras. ¿Su deseo? Ayudar a que el amor persistiera. ¿Su castigo? La muerte.
¿La fecha de su muerte? El 14 de febrero.
Varios siglos después, pasas un año más sin pareja. Y la muerte sangrienta parece un destino romántico. Valentín se revuelve en su tumba. Tus amigos compran ramos de flores. Las películas de amor te persiguen.
La historia de siempre, la del color rojo. Y como novedad, llena de mascarillas y gel hidroalcohólico. El amor, ahora, puede ser una enfermedad en el sentido más literal.
Valentín, Valentín, Valentín… ¿valió la pena?
Antes, el amor ya era complicado. Sobre todo, si en tu instituto se enviaban flores. Tal era la expectación: la posibilidad de una glamurosa declaración pública o de una triste humillación inolvidable. Las notas atadas a tallos de rosas de plástico y los cuchicheos cada vez que se interrumpía la clase.
El aniversario de la muerte de nuestro apreciado Valentín, hace tres años, me sorprendió en un país extranjero, rodeada de gente que apenas conocía.
Durante toda la mañana, llegaron flores: azules, rosas, negras, amarillas, naranjas y rojas. Incluso anunciaban su llegada con canciones desafinadas, entonadas por grupos de estudiantes de música. Quienes las recogían, las escondían en la mochila, como si se avergonzaran de tanta atención repentina.
Algunas llevaban cartas, otras canciones, caramelos o bombones. Ninguna llevaba mi nombre.
Cuando el día acabó, no tenía más que una flor; un regalo de una pareja movida por pura compasión. Recuerdo mirar mi rosa y pensar en ellos, seguir caminando después de dar las gracias.
Valentín, deseé que hubieras escuchado al emperador. Y tú, que me lees, seguro que entiendes cómo me sentí.
Cerca de la salida, saludé desinteresadamente a tres chicas que había conocido en clase de historia. Se acercaron a mí y me preguntaron qué me habían parecido sus flores. Extrañada, levanté mi premio de consolación, mi única rosa.
Una cuarta se acercó, en aquel pasillo repleto de corazones, y me dijo que ella me había escrito una carta.
Un par de chicos que había conocido en mi primer día de clase se volvieron hacia nosotras, de camino a la salida. Detuvieron su mirada en mi única flor. Entonces, no llevábamos mascarillas: pude ver sus expresiones desorientadas, sus bocas abiertas con sorpresa.
Estaba en medio de un largo pasillo, rodeada de gente que apenas conocía. Personas que me habían escrito notas que nunca leí y que me habían comprado flores que jamás olí, bombones y caramelos de los que no conozco el sabor. Pensé en Valentín y le di las gracias, bajito, para que nadie me oyera.
En casa, a miles de kilómetros, mi hermano recibía una rosa.
Me imaginé la ira del emperador cuando descubrió a San Valentín. Su enfado hirviente, que le llevó a matar. El desprestigio causado por un simple hombre.
No se planteó que el amor pudiera oficiarse en mazmorras, entre ratas, si era necesario. No consiguió, ni por asomo, vislumbrar las consecuencias de poner una tirita en una herida que se desangra. Se sorprendería sabiendo que tú ya ni siquiera recuerdas la historia… solo conoces su nombre, el de Valentín.
Claudio II no tuvo en cuenta el poder de la osadía de una sola persona.
Si en un día como hoy el martirio te resulta atractivo, acéptalo: el día del color de la sangre siempre llega, por mucho que uno intente frenarlo, por muchos matrimonios que se prohibieron.
Tan solo te queda aceptar que, esta vez, puede que tus flores se hayan perdido.