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Hace una semana nos enterábamos en prime time de la decisión de nuestro presidente Pedro Sánchez de eliminar el delito de sedición. El mismo que hace unos años condenaba enérgicamente el referéndum independentista catalán y pedía el restablecimiento del orden constitucional y la aplicación de la ley, ahora quiere eliminar del Código Penal el delito por el cual sus perpetradores fueron condenados a prisión.
Para enmarcar el análisis, contextualicemos en primer lugar, a qué nos referimos por sedición. Este se encuentra tipificado en los artículos 544 y siguientes del Código Penal y consiste, en síntesis, en el alzamiento público y tumultuario destinado a impedir la aplicación de las leyes o bien, el ejercicio sus funciones a cualquier autoridad. Se castigará con penas que oscilan entre los ocho y los diez años, pudiendo ascender hasta quince en el caso de que estos sean perpetrados por cargos públicos (que serán también inhabilitados de su condición por este tiempo). Sánchez pretende que éste sea sustituido por otro de “desórdenes públicos agravados”, equiparables a los de un día cualquiera en las fiestas de La Mercè.
En este escenario, el mantra repetido hasta la saciedad para justificar esta nueva jugada política ha sido el de la “armonización respecto a los estándares europeos”. A lo largo de este artículo realizaré un análisis de estos estándares a los que Sánchez se refiere. Pero antes de entrar en materia, cabe preguntarse, ¿por qué deberíamos armonizar nuestra legislación con arreglo a la europea en este asunto? ¿Acaso es necesario? Es más, ¿es esta deseable?
La armonización legal a nivel internacional ha ido de la mano del proceso globalizador de las últimas décadas. Este es positivo, útil y deseable a la hora de eliminar barreras y restricciones para facilitar la circulación de personas, trabajo, capital, mercancías, etc. Su efectividad ha sido consistentemente avalada por la mejora de las relaciones diplomáticas, así como por los datos de crecimiento económico que experimentan los países que apuestan por la cooperación supranacional a nivel legal.
Pero lo que tiene sentido en el marco de las relaciones internacionales, no tiene por qué tenerlo en los asuntos internos de cada país. Teniendo en cuenta esto, y siendo el mantenimiento de la paz y el orden en el interior de las propias fronteras el ejemplo de soberanía nacional por antonomasia, la armonización legal en esta materia es totalmente innecesaria.
Por otro lado, parece olvidársenos que las leyes emanan del pueblo, y que estas reflejan la idiosincrasia del mismo. De este modo, mientras que lo sucedido durante el Holocausto hace que hoy en día la constitución alemana proteja en su artículo primero la dignidad humana, igual de lógico es que un país que ha sufrido cuatro guerras civiles y diecinueve golpes de Estado (sólo desde el s.XIX), tenga tipificados los delitos de sedición y rebelión.
Sin embargo, el argumento de “equipararnos a Europa” sigue siendo una constante en el discurso de nuestros políticos a la hora de justificar cualquier medida o propuesta, como si ningún razonamiento más fuera necesario o tuviera mayor peso que este. Cuando “equipararse a Europa” es más importante que la unidad nacional, lo que subyace es un profundo sentimiento de inferioridad con respecto a nuestros vecinos, que los más jóvenes creíamos superado, pero que por desgracia persiste en buena parte de la sociedad española.
A efectos de analizar la consistencia del argumento presentado por el gobierno para justificar la derogación del delito de sedición, supongamos que, en contra de lo anteriormente expuesto, nuestra inferioridad respecto al resto de Europa aconsejara la armonización de nuestra legislación con arreglo a lacontinental, incluso en asuntos puramente internos. Siendo este el caso, el gobierno defiende su eliminación sobre la base de que no existe el delito de sedición en otros países de Europa. No miente: ningún otro sistema legislativo lo tipifica como tal. Pero lo que pareciera cierto a priori, se torna como falaz tras un vistazo más sosegado y es que, aunque el nombre no coincida, la acción constitutiva de delito sí lo hace.
Sólo tenemos que mirar a nuestro país vecino, Portugal, donde cualquier autoridad que trate de separar una parte del territorio nacional se enfrentará a penas de entre 10 y 20 años de cárcel, incluso cuando el proceso sea llevado a cabo sin el uso de violencia expresa.
Continuando con nuestras fronteras, en Francia, encontramos por un lado el delito de resistencia, consistente en la oposición violenta a personas o instituciones que representen autoridad. Este es castigado con penas de entre dos y tres años. Además, su Código Penal prevé penas de especial gravedad –incluso cadena perpetua– para quienes inciten y lideren ataques contra los intereses fundamentales de la República, entre los que se encuentra su integridad territorial.
Alemania por su parte contempla, por una parte, un delito de “amotinamiento popular” con condenas de entre tres meses y cinco años. Por otra parte, el delito de “alta traición contra la federación o un Bundesland” para quienes maniobren para alterar o atacar el orden constitucional, que se enfrentarían a penas que van desde los diez años hasta la cadena perpetua.
Por último, en Italia, existe expresamente un delito de “atentado a la integridad, la independencia y la unidad del Estado”, penado con hasta doce años de cárcel.
A nadie se le escapa que la derogación del delito de sedición no es otra cosa que el precio a pagar por mantenerse en la Moncloa. Un coste que sería inasumible para cualquier político con un mínimo de sentido de Estado; pero por desgracia, en España ya hemos normalizado hace tiempo que el interés partidista y personal se imponga sobre el general. Un pacto con los independentistas por medio del cual Sánchez obtiene un año más en la Moncloa, a cambio de poner en riesgo 500 años de unidad de España.