Los meses pasan y nosotros cruzamos diferentes lugares… Me encuentro reflexionando sobre lo que es ser invencible o inmortal en el sentido más humano. Conocemos almas, escuchamos sus historias y, a veces, conectar se torna en un desafío. No nos sucede con cualquiera. Pareciera que, con el tiempo, nos volvemos más selectivos y buscamos resonancia con aquellas personas que nos laten, que nos encandilan. Nos encantaría poder abrirles el pecho para ver qué tienen dentro, entender todo lo que curaron bajo el sol y descubrir cada rincón que les ofreció un nuevo comienzo.
Qué valientes aquellos que se animan a empezar de cero.
Aquellos que dejan de copiar y pegar historias para buscar su propio salvavidas.
Aquellos que usan los recuerdos como catapultas y no como un interruptor sin electricidad.
Si no soñamos alto, nos quedamos sin nada. Si no soltamos el prólogo y las cadenas, no llegamos a nada. Nos derrumbamos.
Qué valientes aquellos que se animan a amar.
Aquellos que se animan a ser invencibles.
Aquellos que se animan a despojarse del miedo.
Como humanos, somos inherentemente frágiles, y el miedo pasa del pánico a perder a quienes más amamos. Antes, podíamos ser pragmáticos y caminar por la vida sin escrúpulos, pero cuando algo nos atrapa solemos darle mil vueltas. Nos sumergimos en un bucle confuso y lleno de ilusión, que evoca nuestro sentir y bifurca lo que éramos. Sucede porque en lo recóndito de nuestra alma sabemos el hito que marcará aquella persona: probablemente un antes y un después en nuestra historia.
Esperamos cosas de la vida. Algunos casarse, tener hijos y volar alto. Otros, vivir, ser felices y experimentar. Sin embargo, la divergencia de los deseos pueden converger. En apariencia podemos ser dos almas libres y dispares, pero en el plano tangible, podemos colisionar. Abrimos la ventana para tomar aire, soltar un suspiro y palpitar la electricidad vibrante que dos personas juntas pueden generar.
Esto no es una critica a Cupido. Pero me surge la curiosidad de cuestionarlo, de tratar de entender por qué tira flechas desatando caos. Aunque en el fondo, tiene sentido porque el amor suele ser intenso, irreflexivo y un poco violento.
Violento porque no podemos arrancar las flechas rápido, sino nos lastimamos y se abre una herida sangrante. Nos damos por vencidos ante la inevitabilidad del amor, aceptando su conveniencia.
Nos sentimos en primera fila de una premiere, protagonistas. Se nos encandila la vista y nos sentimos privilegiados por encontrar una película de la que vamos a hablar toda la vida.
Creo que ahora si llegué a una conclusión y es que el camino del amor es como el de tejer. Al inicio, no tenemos claro cuál va a ser el rumbo, podemos hacer de él una gran cantidad de cosas. Sin embargo, a medida que avanza el tejido las posibilidades se van estrechando, como si estuviéramos dentro de un túnel. Y de repente puede surgir un hueco o un error inadvertido, que nos saltamos en medio de alguna hebra. En el instante que nos damos cuenta, ya es irreparable. No hay forma de volver atrás, porque ya caímos.
Al principio, la historia de lana parece compacta, pero con el tiempo se encuentran huecos entre los colores que se desprenden del telar. Empezamos en un tren que va a toda velocidad, a todo furor y siempre acabamos colisionando por tanta electricidad. Y terminamos haciendo algo más, memorizando a aquella persona hacia el camino de la invencibilidad.