Mientras las ventanas de los pueblos dan lugar a vastas extensiones de campo, las de la ciudad dan a calles abarrotadas; algunos recuerdan melancólicos el río Eresma mientras otros caminan ensimismados por Gran Vía. Algunos llevamos aquí unas semanas, otros unos años, y puede que algunos nunca se hayan marchado. Sin embargo, aunque algún lector no esté cambiando de la pequeñísima ciudad de Segovia hacia la capital española, seguro que tiene presente la analogía con algún otro momento de su vida.
Resulta interesante el trueque que hacemos al cambiar de pueblo a ciudad o viceversa. Cambiamos un poquito de todo: un poco de naturaleza por unas tiendas más; unos saludos personalizados por salir a la calle en pijama y sin que nadie sepa quién eres; cambiamos el saberlo todo de todos por el que nadie sepa nada de ti; cambiamos la cercanía forzada por las horas en el metro; y cambiamos las sensaciones.
Dejemos para lo último, el choque que nos ha producido a la mayoría, encontrarnos con cámaras de reconocimiento facial para entrar al campus madrileño. En vez, primero caminemos por las calles de Madrid. Las aceras están abarrotadas de bares, ahora que tenemos buen tiempo, dándonos a escoger entre algo más vintage, moderno o vegano; y elegir si queremos tener vistas hacia un parque, a las calles principales, u ocultarnos en el interior. Sin embargo, ya no tenemos esa sensación de “hogar” que nos proveía Segovia, tras unos meses los camareros de las pocas cafeterías nos llamaban por el nombre, y las caras de las vendedoras se nos hacían conocidas. Algunos dicen: “Finalmente podemos salir de fiesta a muchas más discotecas”. Mientras otros recuerdan: “Ahora será imposible encontrarnos todos en el mismo sitio”. Ambos tienen razón, ambos presentan cosas que tuvimos y cosas que tenemos. La pequeña ciudad invitaba a hablar con todos, la gran ciudad nos cubre en anonimato.
Entonces llegamos a María de Molina o Velázquez o alguna de las muchas localizaciones de la Universidad en Madrid y se hace un abismo. Mientras que en Segovia teníamos dos posibles entradas, ahora ni siquiera encontramos el edificio correcto. Cuando en Segovia nos quejábamos por subir 3 pisos en escaleras, Madrid nos hace esperar más de 5 minutos por el ascensor que nos lleve al piso número 8. Antes se nos hacía imposible evitarnos unos a otros por los pasillos o en la cafetería, y ahora tenemos que contrastar las clases y reservar hora con antelación para poder ir a por un café. Así, Madrid y Segovia se complementan. Parece que Segovia nos daba mayor comodidad; sin embargo, no es siempre así. Ahora podemos visitar Starbucks fuera de la universidad, ver películas en cines en inglés y asistir a eventos sin tener que ir una hora en bus.
Más por el cambio, que por mejorar; más por conocer que por liberarnos; y más por crecer que por independizarnos, hemos aprendido a movernos en una ciudad nueva. Ya resultan normal los empujones en el metro, las caminatas por Madrid, el anonimato de la ciudad. Ya todos hablamos de Segovia con cierta melancolía mientras vemos crecer la quinta torre y caminamos por Retiro.