Aunque “sesenta días sobria” suene más sexy; no es exactamente eso. Más bien “sesenta días más cerca de las cosas que importan de verdad.” Ya lo sé, ¡qué pereza! Estas cosas son cómo cuándo estás enamorado, o cómo cuándo le estás echando vinagre a la tortilla de patata: repugnante para el que lo mira, pero felicidad para el que lo vive. Así que, empezaré por dejar claro que el propósito de este artículo no es haceros quitaros las redes sociales e iros a una cueva abandonada a encontrar el significado de la vida mientras os arrodillaís ante mi magnífica sabiduría. Es para que aquellos que sospechan que conocen la sensación de la que estoy hablando, para que sepan que no están solos.
Todo empezó unos días antes de mi cumple en febrero, y no sabía con quien celebrarlo. El dilema radica en qué aquel qué no estuviese invitado, no solo se enteraría por Instagram, sino que también me mandaría un DM diciendo que está “flipando”. Sumále mi poca paciencia llegando a su colmo al ver tantas caras con maripositas; y mi autoestima decadente porque el chico que me gusta no responde a mi selfie por enésima vez. Además, mis seguidores no parecían estar subiendo. Hasta me despertaba con dolor de ojos por la luz del móvil. Quería leer más literatura, empezar algo de Dostoievski, ir al parque y a conciertos, o quizás estudiar para el carné de conducir; pero al final acababa viendo tutoriales sobre como cortar una sandía en trocitos en forma de fresa. Daba pena. Pero aviso qué dar pena no es cosa de Instagram, no hay persona más leal que aquella qué le es leal a la procrastinación. Lo qué hacen las redes sociales es darte la mano en el camino a esa lealtad, y soltarla a la hora de la autoflagelación. Entender esto facilitó muchísimo abandonar la red social en comparación con otras veces (sí, han habido varias). Uso el ejemplo de Instagram porque es lo único que tenía aparte de WhatsApp (que mantengo) pero Twitter, tanto como Facebook o Snapchat; son perfectamente intercambiables. La realidad es qué entre tanta tontería, entre tantas fotos y DMs y brotes de gratifiación instantánea, se presentaba un serio, muy serio problema cuyo remedio exigía este detox: perderse a uno mismo. Noté que esto era urgente porque sentía qué cada vez estaba menos en contacto con el mundo real, cómo si viviese en una simulación. Lo preocupante era que empecé a desconfiar en mi misma y en mi memoria. Por ejemplo, si quería recordar lo que había hecho con un jersey, miraba en mi instagram la última foto con él y de ahí empezaba mi ejercicio mental. Si no lo veía, no me creía. Vivía mi vida híper-consciente de mi misma y de mi imagen, olvidando qué a nadie le importa quién soy. Puede que fuese desrealización o simplemente una versión brutal del despiste, pero era incómodo y sobre todo, desesperante.
No quiero vender la vida sin Instagram como la vida idónea; prediciendo el futuro y dictando lo que cada uno debería hacer con su vida. La realidad es que esto es más problema mío que de la plataforma, pues conozco muchas personas qué viven felizmente con redes sociales. Pero sí insisto en que estos problemas son reales, y a veces cortarlos desde la raíz es lo más sano que puedes hacer. Junto con Instagram, también desaparecieron muchas palizas que me daba a mi misma. Es muy difícil perder contra tu mente con un canvas tan blanco. Siempre escuchaba hablar del ‘mindfulness’ y de ‘estar presente’, palabras que mi cerebro automáticamente vomitaba al registrarlas. Me sonaba a algo solo alcanzable para buddhas o yoguis, o través del ayahuasca. Ahora me doy cuenta de que no es más que intentar no vivir tu vida cómo un sonámbula. Muy difícil no debe de ser, ¿no?
Os invito a que reflexionéis sobre vuestra relación con las redes sociales, pero también quizás con cualquier otra vía que sirva para escapar de la realidad: a pesar de que seamos todos somos distintos, nuestros problemas siempre se reducen a lo mismo. Sí os sentís identificados y con ganas de hablarlo, ¡no hesitéis en contactarme! Es importante entender nuestras vulnerabilidades y cuándo parar, porque lo que puede parecer “cosas de la edad”, puede acabar pesando una vida entera.